QUE VIENE LA CORONA Y OTROS ASUNTOS VIRALES DE NUESTRA ESPECIE
UNA (I)REFLEXIÓN HACIA EL CARIBE INSULAR
Por Dayron Carrillo Morell*
A mis compatriotas isleñxs, de dentro y de fuera. A lxs paisanxs que cargan consigo el peso de la isla y montan islas en cualquier continente.
Por estos días han comenzado a circular noticias divergentes sobre el avance y el retroceso del COVID-19: fábulas que llegarán a pulular con el aumento de los números en el perfil de la pandemia. Expertos de cualquier ramo, epidemiólogos, economistas e influencers –y quedémonos con este último sector en la mente– lanzan todo tipo de pronósticos, hipótesis empíricas y otros criterios aventurados sobre el cuadro virológico del Corona y los muchos paliativos que mitigan sus efectos letales. El enemigo, como han querido llamarle en algunas latitudes culturalmente enraizadas en la beligerancia, acecha y debe ser vencido. La amenaza es real y también, no pocas veces, imaginada. Contra ella se esgrimen relatos bíblicos, modelos aritméticos y argumentos metafísicos. Resurgen prácticas que han desempolvado un recetario de remedios caseros que, anclados la mayoría en la medicina tradicional, activan un mecanismo de soluciones folclóricas –de esa manera tan condimentada en que se entiende y practica el folclor en países como Cuba.
Foto: Martirena. Fuente: Periódico Granma, edición digital (12.03.2020)[i]
El espectro es de lo más variopinto; un ajiaco en toda regla. Por eso la recién servida Sopa de Wuhan (2020), hecha por cocineros inmunes al virus, pero no a la (in)dolencia frente la pandemia, llega a tiempo para nutrir con una ración de consomé intelectual nuestros días compartidos en esta prisión fecunda. De esta sopa china –por cierto, muy picosa y bien servida– emerge un premio flotante tras un par de cucharadas y las primeras revolturas: el frenesí infodémico y la práctica morbosa de la (des)información en días de cuarentena social.[ii]
Contra la corona… todo
La Habana, 30 de junio de 1961. Al clausurar la sesión del Consejo Nacional de Cultura, el entonces Primer Ministro de la recién proclamada socialista República de Cuba, Fidel Castro, acuñó una de las frases más célebres de su mítico arsenal discursivo: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. El mensaje, a modo de sentencia lapidaria, dejó pautada una ambigua postura revolucionaria frente al pensamiento intelectual cubano y una suerte de estado de excepción perenne contra la amenaza espectral de cualquier disonancia política. En efecto, privar del derecho por ir en contra de la Revolución tuvo implicaciones nefastas para el ejercicio de la libertad de expresión, esa que no sabemos bien si antecede o no a la libertad de movimiento y de pensamiento que hoy se tambalea tras la llegada del Coronavirus a la democracia occidental. El temor nos complejiza la consciencia más que la propia existencia, mientras el reto a la salud mental proyecta una sombra prolongada por encima de la integridad física. Seis décadas han pasado desde que la isla caribeña blindó su ideología a la penetración capitalista, un virus que la dejó isolada junto a un puñado de primos soviéticos, europeos amurallados y asiáticos populistas. La antigua cuarentena roja tiene algo que decir en tiempos de Coronavirus.
En la primera ronda de la Sopa de Wuhan y sin presentar demasiado el plato, Giorgio Agamben pone sobre la mesa los dos factores que, según su receta sobre la sensibilidad biopolítica de los cuerpos, “pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado” en el manejo de la información y las medidas cautelares para la erradicación del virus con forma de corona.
En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno […] El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal.[iii]
Esto explica por qué en países como Cuba, donde hace más de medio siglo se vive y se convive en estado permanente de excepción económica y social, la noticia de la pandemia ha encontrado un caldo con condiciones ideales para el cultivo de nuevas precariedades coyunturales asociadas al impacto del virus. Junto a la alerta por el riesgo de infección y las alarmas inoficialmente asumidas ante el posible colapso de un sistema sanitario ya resquebrajado, la población cubana acude a las redes sociales para filtrar los datos sobre el COVID-19 que entran y salen de la Mayor de las Antillas a través de los medios (estatales) de comunicación masiva.
Para nadie es un secreto que el fenómeno social media ha impuesto su presencia digital en la virtualidad del mundo que nos toca vivir, del mundo digitalmente eficiente que nos hemos querido construir. La ubicuidad de las redes dispone una capacidad de agencia sobre vidas virtuales que le son inherentes, con una promiscuidad que moviliza y pone en riesgo cualquier coordinación entre actividad social y la certeza biopolítica que mantenemos de y sobre la existencia de nuestros propios cuerpos. Y esta disyuntiva trágica es casi irreversible; sobre todo después de que aquellos discursos militantes de fin de siglo, con rezagos de Guerra Fría y tufo a terrorismo sinérgico, cedieron los micrófonos a la bitácora y los posts, a los tweets y los hashtags… al mensaje liberado, por lo libre y libertino. Al talante y el talento orador de líderes como Fidel Castro y Barack Obama, se impuso la desmesura del señor Presidente de cuello rojo, el que conduce el Estado de la Unión y su misión de centinela universal desde la remota virtualidad de un muro sin fronteras. Donald Trump hizo a los influencers; y muchos influencers marcan una tendencia en la sociedad posverdadera que necesita Donald Trump.
A estas alturas del campeonato contra el Coronavirus, la vida digital cuenta con una efectividad probada y reprobable en el manejo de la información; una empresa a la que Cuba, nación en vías eternas de desarrollo, se ha ido incorporando de manera tímida y siempre limitada por el condicionamiento ideológico del embargo norteamericano. Dentro o fuera de la isla, y en las réplicas que cada individuo diaspórico se hace de ella, las redes proyectan una falsa noción de realidad, a la que tampoco escapan las perentoriedades de cualquier cubanx. En buena lid, las redes amplifican estas perentoriedades con la misma sofisticación edulcorante con que se plastifican las necesidades del Primer Mundo, puestas luego a funcionar como el antídoto a dependencias y toxicomanías emocionales. Las redes son el bumerán de una droga demasiado nueva para una población afectada por el paternalismo revolucionario y cuyo mayor placebo, el de la (des)información, se dispersa sin control con el absoluto consentimiento de los usuarios. La mezcla entre la novedad y el descontrol, como ingredientes básicos de la sopa cubana, produce una salsa de sabor espeso, que se vuelve agridulce cuando se acerca al catalizador comunicativo de factura isleña más elaborado: la bola.
Rodar bolas es una afición deportiva extendida en la Cuba revolucionaria; mayor incluso que la fiebre por la Serie Nacional de Béisbol. El hábito fue musicalizado por la Original de Manzanillo y anunciado por el coro de Cándido Fabré, “traigo la última”, que en el argot popular pregona el mérito de disponer información actualizada y obtenida de buena tinta. Cuando el picheo está bajito y pegado –y eso es casi siempre–, en Cuba se lanzan, se cachean y se pasan bolas que calibran la fuerza de la realidad que está al bate. Consta que la costumbre existe en otras tierras del Caribe insular, y que se extiende incluso por la geografía continental. El chisme, el gossip, la fofoca tiene raíces profundas en el Nuevo Mundo; pero nada comparado con la bola cubana, que sube, baja y matiza los tonos de una posverdad aparentemente absoluta.
Y esta figura tan vistosa, actualizada ahora en la usanza de impulsar bolas mediante las redes, viene patrocinada por una suerte de voluntad suprema, anclada en el impulso que todavía antier contemplan algunxs con desdén, y hasta con cierta ojeriza, cuando otrxs más ‘empoderadxs’ blandían el artefacto multiusos que pronto acabará con lo poco y muy noble que nos queda de indio: el smartphone.
Dispositivo complejo de reciente invención, vector de la Primavera Árabe y otras conspiraciones virtuales, la tecnología del smartphone se acerca con precisión ignota y cada vez más espeluznante al reflejo digital de las expectativas humanas. Su ventaja fundamental: la sensación de poseer la vida –la nuestra vida y la de otros– en un puño y disponer de ella con un simple movimiento combinado entre índice y pulgar. A partir de ahí, se genera y transforma cualquier contenido real para ganar views y likes: señales de afección, seguidas de comentarios afectivos preferiblemente positivos. Precisamos mensajes y señales positivas, para calzar la fragilidad de una emotividad completamente digitalizada. Tal cual nos lo despacha el filósofo sudcoreano Byung-Chul Han, en un tazón de sopa sobre los motivos para el pánico ante el azote del COVID-19:
La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización, toda la cultura del “me gusta”, suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.[iv]
De ahí también la ola de retos, que invitan a colgar fotos de la infancia, dípticos vintage y retratos de familia. La tarea crece y se replica por estos días en plataformas como Facebook, con igual vertiginosidad que las cifras sobre la trama apocalíptica fuera de control. Parece que la epidemia activa el recurso de la memoria en la forma de un archivo que opaca nuestros miedos, como una válvula de escape a la presión mediática y una reacción casi involuntaria a la sobrecarga de datos. En principio, se trata de todo lo contrario. Los retos que abundan en las plataformas de sociabilización proponen una resistencia colectica, y de primera mano, a la (des)información manipulada que nos llega por vías y fuentes no confiables; pero también resaltan una amnesia hedonista –un paliativo a la infección que atraviesa el globo sin distanciamiento físico ni nasobuco, con el único propósito de obtener notoriedad en la banalidad cotidiana. La vigencia del challenge es tan efímera como la de cualquier fake news. Ambas comparten una existencia de horas, en dependencia del movimiento en los pronósticos de la pandemia y del tiempo que demore un influencer en lanzar el próximo reto a seguir. Ambas caducan con idéntica rapidez y, aún así, se regeneran.
Volverse “viral”, dejarnos infectar positivamente y propagar el contagio con gustosa alevosía, se distancia sensiblemente de la resistencia crítica que exige la carga viral de cualquier influenza mortal. Recibir, leer en diagonal y pasar sin digerir, buscando seguidores para una causa noticiosa, parece un acto memorable tan hipertrófico como la necesidad misma de hacerse visible ante el peligro fabricado por la pérdida posible. Seguimiento: eso comparten la práctica del deepfake y la alternativa del challenge. Esa actitud de hormiga, que se practica unas veces desde la ingenuidad más plena y otras veces no tan pura, incurre en una responsabilidad que no siempre exime el (des)conocimiento. Las venerables hormigas siguen un instinto laborioso en su persecución intranquila. Mantienen una hilera, un ritmo y un objetivo claro de su labor. Aún está por comprobar si muchos participantes en el reto de la (des)información, lanzadores y receptores de bolas a la manera cubana, tienen la misma claridad de lo que se (per)sigue con generar contenido viral en las redes sociales.
En una nación que vive de espaldas a la cultura del capitalismo mediático, es de imaginar la ignorancia sobre las alianzas invisibles que mantiene la (des)información con la empresa del COVID-19. Y digo “empresa”, porque el virus dejó de ser microscópico con la ingestión del primer murciélago en el mercado de Wuhan, o con la primera prueba bioquímica que ‘escapó descontrolada’ del laboratorio, igual de ‘descontrolada’ que la bola insular. En su inmensa mayoría, la sociedad cubana desconoce que el Coronavirus ya entró en una franquicia televisiva a la manera de los Narcos, con un impacto creciente en el consumo de plataformas como Netflix y una entrada gradual en la piratería fílmica que se distribuye en la isla a través de vías informales como “el paquete”.
La población cubana tiene varias lagunas pendientes con la era digital. Una de ellas es la cuenta echada de unos agentes (des)informantes y la tendencia a una infodemia global, que desplazará la consciencia ecológica sobre el reciclaje y el cuidado del medioambiente, a favor de campañas sociales de responsabilidad y sanidad noticiosa. No es una gratuidad que Giorgio Agamben decodifique los parámetros de la pandemia mediática que nos hemos inventado a partir de factores que apuntan directamente a las bolas epidemiológicas, el peor flagelo de nuestro actual estado de excepción. Por esta realidad se vislumbra lo que nos depara el futuro, si no se revierten los hábitos en el consumo de la información: desnutrición, malnutrición, mutaciones y, también, atolondramientos congénitos con la noticia. Estar bien informadx, ingerir mensajes de manera sana y prudente, será nuestro veganismo en décadas por venir. Black Mirror ya lo puso en filtrada y ácida evidencia. Y cuando el río suena… la orilla está llena de piedras.
Porque la (des)información es también el resultado y la necesidad de cubrir el tiempo que nos sobra y la autoestima que nos falta. Inventar algo, colgar algo... hacer explotar algo para ser vistxs y comentadxs es el virus y la verdadera pandemia del siglo XXI. Quienes precisan de esta maquinaria contagiosa se anuncian como el desecho de sus propias vidas falsas. Pero no todo queda ahí. Porque al regar falso contenido, nos convertimos también en cómplices de la (des)información: un crimen que hasta hoy no cuenta con una clara figura delictiva que lo describa, pero que ya se ha cobrado más de una víctima en el camino hacia la cuarentena mental.
Cuba necesita recordar una frase que resume en el imaginario popular la cuestión que nos ocupa: “tanta culpa tiene el que mata a la vaca, como el que le aguanta la pata”. En tiempos de pandemias informativas, más vale guardarse la “última”, a estornudar, en exclusiva, frente a un ventilador.
Lo que viene en la corona
Lo que mueve consigo el COVID-19 se parece al funcionamiento lúdico de un huevo Kinder, de esos que anuncian por la tele: jugar a la sorpresa y dejarnos sorprender. La caja de Pandora viene cargada de miserias; así como la paquetería del viejo Klaus trae casi siempre regalos que premian nuestros deseos por el año ‘bien cumplido’. Pars pro toto, continente y contenido... metonimia a gran escala, como un pacto de ficción. Los Reyes del Oriente no cabalgan sin la magia de los adultos. Llegar desde tan lejos lleva toda una inversión, que esos monarcas no se pueden permitir. Y, como esa, hay otras verdades que olvidamos mencionar a nuestros hijos en su camino a la adultez.
Atención, este texto contiene spoilers. No apto para menores ni para mayores que prefieren continuar viendo la serie.
Recordemos que el siglo XX marcó el fin de las grandes monarquías europeas (Portugal, Alemania, Austria-Hungría, Grecia, Italia...). La española fue depuesta, confinada y luego repuesta por la voluntad soberana de “El Caudillo”: una apuesta personal suya por el vástago de Orleans y, sin dudas, una bofetada certera a cualquier aspiración esencialista del futuro gobierno Borbón. Inglaterra perdió la India, perdió Sudáfrica y ganó una Reina; se enrocó en la Commonwealth e hizo tablas en la partida. Los Románov se extinguieron con la bala bolchevique y los zares comunistas pasaron a la misma historia de sus fantasmas decadentes. Desde entonces, Europa es una tierra con casas y monarquías irreales; tierra de muertos y batallas incesantes por y contra la corona.
En Simulacro y simulación (1981), Baudrillard pone en evidencia el gusto y la afición del capitalismo tardío por crear ilusiones de una realidad que lidera nuestras necesidades y aspiraciones a lo que no nos pertenece. Y no falla. Como todo buen francés, Baudrillard mantuvo una distancia crítica con la América ‘paradisiaca’, ampulosa e hiperrealista, como la propia Francia del pomposo Mitterrand. Así que nada de ideas enternecidas en contra del joven Imperio. Factos, factos y más razones sobre el facto. Las Vegas no lo desmienten. A la salida del casino, un gondolero canta atravesando canales venecianos en la mitad del desierto. Le canta “O sole mio” al turismo de las apuestas, y con ello se carga las irritaciones de cualquier napolitano. Por la auténtica Venecia no pasean gondoleros. Quien ahora quiera oírlos tendrá que ir a Las Vegas –por lo menos hasta nuevo aviso. Pues bien, el XX es, además, el siglo de las grandes narrativas monárquicas, con cuantos sofismas de altezza requiere nuestra especie: Burger King, queen size beds, royal airlines, la franquicia mexicana, más toda la saga de soberanos que gobierna en nuestras vidas. Proclamamos reinas en el carnaval, veneramos aquel Mercury disfrazado a la cabeza de Queen. Prince nos remueve las carnes y el rap tuvo más de un rey. La Barbie viene más entusiasmada con su sueño de princesa que con el amor del pobre Ken. Pasar por el Támesis sin pagar 25 libras (30 dólares) por contemplar bajo extrema vigilancia el tambor dorado de Elizabeth, es como recordar Londres sin la foto del Big Ben. The Crown, Kingdom, Empire… la nómina de semblanzas históricas sobre monarquías e imperios producidas para la familia de Netflix comparte audiencia y ganancias con la narcoserie La reina en el Sur. Reinados y gloriosas manzanas nos acechan. Con ellas fuimos montando todo un palacio a la enfermedad de nuestra especie: la de Aladino, la de Simba… incluso la de un Shrek que se aburre del pantano. Sus graciosas majestades nos cedieron el trono y el cetro para regir en un siglo de monarquías irreales. Y, también, nos prestaron la corona.
Al ver imágenes de los cadáveres en las calles de Guayaquil (Ecuador), Juego de tronos parece una precuela macabra del impacto coronario en zonas marginales de la sanidad. Porque la injusticia poética de la ficción puede ser implacable con la realidad que nos hace vulnerables. Por eso hoy, cuando nuestra soberanía sobre el cuerpo y su inmune integridad se tambalean frente a la inseguridad que nos impone la Corona invisible, cierran los Burger Kings, las camas se nos agotan y la pléyade de regixs queda fuera del concurso. Con suerte nos toca balcón y una birra cortesana, contemplando figuritas vaporosas sin estelas aeronáuticas, al son de los rumberos Gipsy tarareando un cielo “in blue”.
Y cuando todo haya pasado, reabrirán las puertas del Burger King. El sobreprecio del tabaco, el alcohol y las anfetaminas se extenderá probablemente a esfera adictiva de una vida underground, con espacios clandestinos que pagaremos en cash, para burlar la vigilancia médica y dejarnos contaminar por el sudor, la saliva y el cuerpo contagioso del Otro bajo sospecha. Será como practicar sexo sin condón; como consumir pornografía en público y con exceso de adrenalina. Comeremos roscones con el techo de cartón que nos prestaron los Reyes y algún niño preocupado mirará la cabalgata, preguntándole a sus padres qué le trajo la Corona.
[i] La caricatura ilustra el artículo “Falsos profetas del coronavirus”, del 25 de marzo de 2020 (Autor: Antonio Rodríguez Salvador): http://www.granma.cu/cuba-covid-19/2020-03-25/los-falsos-profetas-del-coronavirus-25-03-2020-00-03-29.
[ii] AA.VV. Sopa de Wuhan. Editorial: ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), 2020. Es una compilación de textos críticos de corte periodístico, ensayístico y literario sobre la cuestión del Coronavirus y su impacto actual. Los trabajos ofrecen una bitácora a tiempo real de las “polémicas recientes en torno a los escenarios que se abren con la pandemia”, donde despunta la “infodemia” junto a “la paranoia y la distancia lasciva autoimpuesta como política de resguardo ante un peligro invisible”, p. 13.
[iii] Giorgio Agamben, “La invención de una pandemia”, op. cit., pp. 18-19.
[iv] Byung-Chul Han, “La emergencia viral y el mundo de mañana”, op. cit., pp. 108-109.
* Dayron Carrillo Morell (La Habana, 1983) es doctorando en Literatura y Cultura Latinoamericana en la Universidad de Zúrich, además de investigador asistente. Estudió la licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de La Habana y obtuvo el máster en Historia del Arte e Hispanística por la Universidad de Zúrich. Entre sus publicaciones destacan: Natura: Environmental Aesthetics after Landscape (Diaphanes, 2018) y El título del poema y sus efectos sobre el texto lírico iberoamericano (Peter Lang, 2020).